Hasta la fecha relativamente poco se ha debatido, en esta campaña electoral, acerca de una de las dos iniciativas que serán sometidas a referendo junto con las elecciones nacionales en octubre próximo. Me refiero a la que habilitaría el voto de los uruguayos en el exterior o, para decirlo quizá con mayor precisión, el voto extraterritorial. La razón que da sentido a estas líneas es no sólo mi insatisfacción sino también mi disgusto con la manera en que a menudo se ha considerado el tema y con muchos de los argumentos vertidos al respecto.
Conviene indicar ante todo que resido fuera de Uruguay, con algunas intermitencias, desde hace veinte años. Ello deja clara y saludablemente establecido desde el comienzo que mi opinión proviene de alguien a quien la iniciativa de habilitar el voto extraterritorial atañe directa y personalmente. Otra aclaración preliminar importante, en aras de despejar toda ambigüedad, es que adhiero sin restricciones al espíritu de esa iniciativa y que comparto, en líneas generales, su contenido concreto. Dicho esto, agrego de inmediato, y subrayo aunque vaya de suyo, que no pongo en absoluto en tela de juicio la legitimidad de rechazarla, ni de oponerse al voto extraterritorial en términos generales y por principio, más allá de las formas específicas que pueda revestir.
¿SOMOS O NO SOMOS, VAMOS O NO VAMOS?
Recordemos, para entrar en materia, algunos datos que si bien son relativamente conocidos, importa tener en cuenta. Aunque no hay cifras precisas acerca de la cantidad de uruguayos que a la fecha residen en el exterior, según las estimaciones disponibles se trataría de más de medio millón de personas, tal vez 600.000. Es decir, aproximadamente el 18% de la población residente dentro de fronteras, o si se prefiere un orden de magnitudes más laxo, entre un sexto y un quinto de esa población. Sería interesante saber si esa proporción se mantiene al considerar sólo los habilitados para votar, pero hasta donde sé no se conoce cuántos uruguayos residentes en el exterior lo están. En cualquier caso, parece indudable que en términos electorales sólo la circunscripción de Montevideo cuenta con más votantes potenciales. Más aún: varias de las otras circunscripciones cuantitativamente más importantes (Canelones, Maldonado, Salto y Colonia, por ejemplo) reúnen, sumadas, menos electores que el total de uruguayos en el exterior. No ha de haber muchos países en el mundo con una proporción tan alta de ciudadanos residiendo en el exterior; los únicos casos que se me ocurren son Italia y, tal vez, España.
Se puede sostener, quizá con buenos argumentos, que estos cientos de miles de uruguayos no tienen derecho a incidir en la elección de los gobernantes. Sólo que en ese caso habría que adecuar la realidad a esa opinión y prohibir, lisa y llanamente, que los residentes en el exterior puedan votar. Para ello bastaría añadir un inciso en el artículo 80 de la Constitución de la República, donde se establecen las causales de suspensión de la ciudadanía: se sumaría a ellas la residencia fuera de fronteras, además de la “ineptitud física o mental que impida obrar libre y reflexivamente”, la “condición de legalmente procesado en causa criminal de que pueda resultar pena de penitenciaría”, la minoría de edad, el “ejercicio habitual de actividades moralmente deshonrosas” o la “sentencia que imponga pena de destierro, prisión, penitenciaría o inhabilitación para el ejercicio de derechos políticos durante el tiempo de la condena”, entre otras.
Como es sabido, una prohibición semejante no existe hoy, y los uruguayos residentes en el exterior pueden votar sin restricción formal alguna: basta con viajar a Uruguay el día de las elecciones. También es sabido que, de hecho, sólo quienes residen en países cercanos disponen de la posibilidad efectiva de ejercer ese derecho. De todas las situaciones imaginables en esta materia, la que rige es la más incoherente, injusta y, en definitiva, absurda. A todas luces, empero, la coherencia no desvela a candidatos y partidos políticos, en especial a aquellos que se oponen a habilitar el voto extraterritorial, ya que ninguno se priva de hacer campaña electoral en Buenos Aires, inaugurando allí por lo demás locales partidarios con ese propósito.
Pero la incoherencia llega a ser más flagrante aún. Muchos son los uruguayos que poseen doble nacionalidad, italiana (soy uno de ellos) y española en su mayor parte, con lo cual están habilitados para votar en esos países. No estaría mal saber cuántos parlamentarios y dirigentes políticos disponen de ese derecho al voto extraterritorial y lo ejercen, al tiempo que se oponen a que rija en Uruguay. Es notorio, por ejemplo, el caso del arquitecto Aldo Lamorte Russomanno, presidente de la Unión Cívica, quien ha sido no ya votante sino candidato, tan luego, al parlamento italiano. Aunque no tengo conocimiento – valga la alusión – de declaraciones públicas del señor Lamorte sobre el voto de los uruguayos en el exterior, posiblemente su posición en la materia sea solidaria con la del Partido Nacional al que está aliado. Así mismo, cuando integrantes en algunos casos muy prominentes del Partido Popular español (Mariano Rajoy, sin ir más lejos) visitan Uruguay para hacer campaña electoral y cuentan en esos menesteres con la adhesión de dirigentes del Partido Nacional, sorprende luego ver a esos mismos dirigentes pronunciarse en contra del voto extraterritorial para los uruguayos.
RESIDENTES, CIUDADANOS, Y TODO LO CONTRARIO
Es de lamentar que la problemática de la residencia, que se presenta como un criterio crucial, no comparezca en el debate con la precisión y la claridad que merece. Sería deseable, además, que se lo articulase al otro criterio en juego en este asunto, el de la ciudadanía. Del cruce de ambos resultaría cuando menos un ordenamiento de las alternativas, que no son más de cuatro: (1) la residencia es el factor determinante, y por lo tanto, como dije, se prohíbe el voto a los uruguayos no residentes y se lo autoriza a los extranjeros que sí lo son; (2) el requisito excluyente es la ciudadanía, y en consecuencia todos los uruguayos pueden votar, residan donde residan, y ningún extranjero puede hacerlo, aún residiendo en el país; (3) tanto la residencia como la ciudadanía implican el derecho al voto, con lo cual unos y otros estarían igualmente habilitados para ejercerlo; (4) a la inversa, la exigencia de ciudadanía y de residencia se superpone de modo tal que sólo puedan ejercer el voto quienes cumplan con esa doble condición: los ciudadanos residentes.
Las soluciones (3) y (4) representan los dos extremos, el más amplio y el más restrictivo respectivamente. En la letra, la solución (3) es la que rige. Pero, como dije antes, es meramente virtual. En los hechos, no rige ninguna de las cuatro sino una quinta, bastarda, que es en el fondo una engañapichanga. Si se quiere debatir sin turbiedades ni confusiones se debería, como mínimo, limpiar el abanico de alternativas. Cualquiera sea la opinión que se tenga sobre el voto extraterritorial, el acuerdo no puede ser sino unánime en al menos un punto: si se aspira a que la realidad y el discurso coincidan en alguna de las cuatro posibilidades enumeradas, la situación actual debe modificarse. De ser así, no habría ya objeciones que formular en cuanto a la consistencia de las posiciones que cada quien asuma. En otras palabras, aunque no la comparta en absoluto, no tengo más remedio que aceptar, por ejemplo, la validez de la solución (4), de modo que si quiero combatirla, debo (debería) mejorar mis argumentos.
RESIDENCIA Y CONSECUENCIAS
Sigamos un poco más con el tema de la residencia, para internarnos, lamentablemente, en el subsuelo intelectual de cosas dichas en ese rubro por algunos opositores al voto extraterritorial. Existe, es cierto, un planteo a primera vista atendible, que consiste en afirmar que los no residentes no sufren las consecuencias del voto que emiten. He ahí la afirmación que con más insistencia se blande para fundamentar la inconveniencia o incluso la ilegitimidad de que los ciudadanos establecidos en otros países participen en la elección de los gobernantes del Uruguay. Es curioso, en primer lugar, que se asocie tan fuertemente el voto con un sufrimiento posterior; parece como si necesariamente la elección de autoridades políticas en una república sólo pudiese acarrear consecuencias indeseables que deben ser “sufridas”.
Este argumento, que traduce una visión singularmente pesimista de la política y que esgrimen no obstante muchos dirigentes políticos, ha sido a veces vertido en términos más concretos. Así, el diputado del Partido Nacional Álvaro Lorenzo (Alianza Nacional) tuvo la dudosa inspiración de darle un contenido fiscal, alegando que “es muy fácil votar por un Gobierno sabiendo que no me van a cobrar el IRPF porque vivo en Suecia o Australia” . Vincular el voto con el pago de impuestos introduce una singular concepción de la ciudadanía: sobrevuela o subyace la idea de que quien no tributa no puede votar, con lo cual aquellos que residiendo en Uruguay no pagan el IRPF – porque sus ingresos no alcanzan el mínimo imponible, por ejemplo – deberían también quedar al margen de la elección de legisladores y gobernantes. La iniciativa de referéndum habrá tenido por lo menos el mérito de hacernos saber que hay quienes adhieren al voto censitario.
Véase esta otra variante del mismo argumento, perteneciente esta vez al diputado Jorge Gandini, también del Partido Nacional y del mismo sector que Álvaro Lorenzo: “de los 60.000 ciudadanos que vinieron a votar desde Argentina y nos dejaron este gobierno, ¿cuántos volvieron a vivir acá cuando ganó?” No por obtusa la afirmación deja de ser interesante a la hora de analizar dos de los supuestos que encierra. El primero, clásico, es que los uruguayos residentes en el exterior votan muy mayoritariamente al Frente Amplio (de hecho, el argumento del diputado Lorenzo también reposaba sobre la misma presunción). Tres breves observaciones al respecto: (1) ¿de qué información dispone el diputado Gandini para dar por buena tal orientación en el voto? La respuesta es sencilla: de ninguna, porque no la hay. (2) Aún si el diputado Gandini estuviese en lo cierto, ¿la habilitación o no del derecho al voto extraterritorial depende del partido que recoja mayor número de adhesiones? (3) Suponiendo, una vez más, que la mayoría de los uruguayos residentes en el exterior voten al Frente Amplio hoy, ¿debe suponerse también que esa distribución de preferencias permanecerá congelada por siempre jamás? Poca fe tiene el diputado Gandini en las posibilidades de su partido de convencer a una mayoría de esos uruguayos. El diputado Gandini presume – y presume mal – que los uruguayos en el exterior votarían pensando en volver a residir en Uruguay en función del resultado. Los motivos del voto son tan variados dentro como fuera de fronteras, y en todo caso me permito a mi vez expresar una presunción de mi cosecha: la mayor parte de los uruguayos que se han ido no volverán, cualesquiera sean las condiciones del país y, con mayor razón, cualquiera sea el partido gobernante.
ELLOS Y NOSOTROS
Descendamos un peldaño más hasta encontrar dichos de otro diputado, del Partido Colorado esta vez: Daniel García Pintos (Lista 15). “No es justo – estima García Pintos – que quienes se fueron decidan quién gobierne a los que nos quedamos. Si quieren votar, que vengan” . Las “consecuencias” que no habrán de “sufrir” quienes voten fuera del territorio de la República sigue siendo el principio de base, pero el tono de la frase y las palabras empleadas introducen un nuevo ingrediente: la nítida instauración de un “ellos” y un “nosotros”, “los que se fueron” y “los que nos quedamos”. Las connotaciones de esa distinción son francamente desagradables, y por desgracia traducen una visión bastante extendida, que me ha sido dado escuchar más de una vez. Los que se fueron (nos fuimos) son (somos) una suerte de desertores, que optaron por “hacer la suya”; los que se quedaron, en cambio, son quienes, estando adentro, “la han peleado” – por el país, se sobreentiende. Los unos han escogido “la fácil”; los otros, aun a costa de sacrificios que los primeros no han tenido que hacer, siguieron poniendo el hombro. De ahí, en palabras de García Pintos, que no sea “justo” que todos voten en pie de igualdad.
Aporto una cita más en el mismo registro, proferida por la sutil diputada Sandra Echeverry (PN, Alianza Nacional) durante el debate ya mencionado en la Cámara de representantes el 2 de octubre de 2007. Es un poco más extensa que las anteriores pero es una perla que vale la pena: “Yo no quiero que nadie que esté en el exterior, y muy bien económicamente, me venga a digitar qué Gobierno va a gobernar; […] no es justo que otra persona que está bien económicamente venga, esté con su familia un rato, nos ponga un Gobierno departamental o nacional, después se vaya, nos mande lindas fotos y nos diga: «¡Qué bien que la estoy pasando!», cuando quizás acá no podemos comprar ni un kilo de papas” .
Contengo la náusea para acotar que esta versión del rechazo al voto extraterritorial expresa, como las anteriores pero con más contundencia, un problema más general que en Uruguay existe con los conciudadanos emigrados, una actitud que va mucho más allá de la cuestión del voto extraterritorial. Allí anida, a mi juicio, el tema de fondo. Volveré a ello un poco más adelante. Antes quisiera agregar una consideración más acerca del argumento sobre las “consecuencias” del voto.
DESPUÉS DE MI VOTO, EL DILUVIO
La opinión que parece tenerse de los uruguayos residentes en el exterior es muy pobre. No seríamos sino una horda de irresponsables, dispuestos a votar alegremente cualquier cosa sin que las dichosas consecuencias nos importen un reverendo rábano. Se trata de una idea que sólo puede calificarse como insultante, y que si en términos generales es grosera e inaceptable, una sencilla puntualización permite comprobar que, además, no tiene el menor asidero. Se me autorizará una referencia personal: toda mi familia vive en Uruguay – mis padres, mis hermanos, mis sobrinos – así como muchísimos amigos muy cercanos. ¿Es necesario decir que no me tienen sin cuidado las consecuencias que sobre ellos pueda tener mi voto? ¿Es necesario decir que lo mismo vale para la enorme mayoría de los uruguayos en el exterior? Por lo demás, ¿el voto se emite únicamente en función de las consecuencias, ventajosas o desventajosas, que pueda acarrear sobre la situación personal de quien vota? Puede concebirse también que se adhiera a ideas, principios y otras menudencias por el estilo. Por último: ¿existe en Uruguay una oferta electoral que encierre un peligro de graves consecuencias? ¿Existen partidos o candidatos antidemocráticos? ¿Existen partidos o candidatos que impulsen una disolución de la República para instaurar un nuevo régimen? ¿Los hay racistas o antisemitas, que anuncien una persecución futura a determinados grupos o sectores de la sociedad? ¿Los hay que pongan en riesgo la propia viabilidad del país o que propongan su anexión a Brasil o a Argentina? La respuesta a todas estas preguntas es, naturalmente, no. Si las “consecuencias” que pueden llegar a “sufrirse” son el IRPF o la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos, más valdría entonces, para prevenirse de tamaños riesgos, decretar que ningún partido o candidato podrá proponer cambio alguno. O, directamente, suprimir las elecciones. De esa manera se puede estar seguro que ninguna elección acarreará consecuencias que deban ser sufridas.
FRAUDE Y CALCULADORAS
No voy a detenerme largamente en otra objeción que escucho con frecuencia y que consiste en cuestionar la falta de garantías que supone la modalidad según la cual se implementaría el voto extraterritorial, esto es, la vía epistolar. Las garantías del voto son, por supuesto, harto relevantes. El argumento, empero, no lo es. No lo es como tal, puesto que a todas luces se trata de un mero pretexto; si la modalidad propuesta fuese el voto consular, los actuales opositores a la iniciativa seguirían siéndolo, a excepción de los representantes del Partido Independiente, por sus antecedentes en la materia. Tampoco lo es en cuanto al fondo del asunto. El voto epistolar rige en Estados Unidos, en el Reino Unido, en España, Portugal e Italia, por citar sólo algunos pocos casos, y no creo que en ninguno de esos países el ejercicio del sufragio carezca de garantías. A la inversa, para resaltar la presunta falta de garantías del voto epistolar, se ha puesto mucho énfasis en la excelencia garantista del sistema electoral uruguayo tal como rige desde hace casi nueve décadas. No dudo de las virtudes de ese sistema, aunque a pesar de ellas en 1971 irregularidades graves y eventualmente un fraude electoral que ha vuelto al tapete en estos días le habrían birlado la victoria a Wilson Ferreira Aldunate. Los dirigentes y parlamentarios del Partido Nacional tienen seguramente muy presente aquel episodio.
Uno de los países donde existe el voto epistolar es, como fue dicho, Italia. Al margen de la cuestión de las garantías, el ejemplo es aleccionador en otro sentido. Lo conozco bien, ya que soy ciudadano italiano desde hace dos décadas y poseo, por ende, el derecho a votar en las elecciones de ese país. Desde hace algunos años ejerzo ese derecho por vía epistolar desde el exterior, ya que esta posibilidad fue introducida por el segundo gobierno de Silvio Berlusconi (2001-2006). El objetivo de Berlusconi, su partido y sus aliados en la coalición gobernante era asegurarse la reelección, capitalizando un presunto “botín electoral” (la expresión ha sido usada recientemente en Uruguay por el diputado herrerista Jaime Trobo, en alusión al Frente Amplio). Gobierno y oposición, en Italia, daban entonces por descontado, en efecto, que los “Italiani all’estero” votarían mayoritariamente por el oficialismo. De ahí que el gobierno impulsara el voto extraterritorial y la oposición se opusiera. Sorpresas te da la vida: no sólo Berlusconi perdió las elecciones, sino que la derrota la sufrió a manos de esos mismos millones de “Italiani all’estero” (entre los que me cuento). Poco más de un año después, tras la caída del gobierno Prodi, las nuevas elecciones, con el mismo sistema de voto epistolar, le dio la victoria a Berlusconi. En Uruguay, si los dirigentes del Frente Amplio impulsan el voto extraterritorial por razones de cálculo y los de los partidos Nacional y Colorado se oponen a él por los mismos cálculos, tal vez un día se despierten dándose cuenta de que tenían la calculadora rota.
LA “REALIDAD LOCAL”
Los uruguayos en el exterior no están “empapados de la realidad local”, se aduce. No estarían pues en condiciones de emitir un sufragio informado. Una vez más, de seguirse la objeción hasta sus últimas consecuencias, se desemboca en vidriosas exigencias que no hay motivos para limitar a los uruguayos en el exterior. Salvo que se presuma que todos los residentes están, por serlo, debida e intrínsecamente “empapados” de dicha “realidad local”. No creo que en ninguna mente se aloje la idea de someter a un examen de “empapamiento” a los electores residentes.
Inversamente, la atribución por defecto de un déficit de conocimiento de la realidad local a los uruguayos residentes en el exterior es infundada e irreal. Como dije, soy ciudadano italiano y en calidad de tal, voto en las elecciones de ese país desde el exterior – desde París, donde resido. Para ejercer el voto extraterritorial en Italia, procuro informarme lo más posible acerca de la realidad italiana por todos los medios a mi alcance y de manera permanente. Esos medios hoy son muchos, variados, y de acceso extremadamente sencillo, especialmente a través de Internet (prensa, radio, televisión), además de los canales internacionales que todo servicio de televisión para abonados ofrece, las múltiples vías de información específicas de Internet, y el contacto con amigos y conocidos – personal, telefónico, por medio del correo electrónico o de Skype y sucedáneos, etc.
Este apunte viene a cuento porque nada cambia si se sustituye Italia por Uruguay: los 1100 kilómetros que separan a París de Roma equivalen al respecto a los 11000 que median entre París y Montevideo. Quiero decir con esto que el voto extraterritorial no sería por cierto un voto necesariamente menos informado que el que se emite en Uruguay. Tampoco aquí hay por lo tanto un argumento que tal vez hubiera podido tener cierta validez en otro tiempo. Por mi parte y a título de mero ejemplo, soy suscriptor del matutino La Diaria, leo otras publicaciones uruguayas en sus respectivos sitios web, escucho cotidianamente la primera mañana de En Perspectiva por radio El Espectador y los partidos de Nacional, Malvín y la selección uruguaya por otra emisora también a través de Internet, entre otras cosas. He podido constatar, por conversaciones a la distancia o durante alguno de mis dos viajes anuales a Uruguay, que habitualmente estoy tan informado como mis interlocutores residentes en el territorio de la República. No creo ser el único.
EL LUGAR DEL HUMO
Restarían otros aspectos que mencionar, como la propuesta alternativa que en su momento formuló el diputado Trobo. Aunque no haya prosperado, merece un par de líneas. Se trataba de habilitar el voto extraterritorial para que los uruguayos residentes en el exterior, reunidos en una jurisdicción electoral especial, eligieran sus propios representantes únicamente al Parlamento nacional. Un par de diputados, de hecho, para varias decenas de miles de representados. Si, como se afirma, unos 60.000 electores vinieron a votar desde Argentina en 2004, esa cifra probablemente represente un piso de los eventuales votantes extraterritoriales, lo cual es más que la población total de los departamentos de Flores, Treinta y Tres, Río Negro o Durazno, y equivalente a la del departamento de Lavalleja. Pero consideraciones aritméticas de esta especie eran irrelevantes en el espíritu de la iniciativa, cuyo propósito, en palabras de su autor, “no es que la jurisdicción exterior modifique la realidad nacional, sino que la jurisdicción exterior sea un vehículo, un camino, un cauce para que nuestros compatriotas se puedan expresar en el Parlamento y se pueda recoger esa opinión a través de una representación predeterminada” . Autorícese, en suma, la importación de dos floreros para colocar en la Cámara.
Otra idea fuliginosa que ha circulado es la de otorgar el derecho al voto extraterritorial a cambio de difusas “contrapartidas”, puesto que sin ellas la posibilidad de votar sería “un despropósito y una falta de respeto para los que aquí se quedan” . Las dichosas contrapartidas, cuando se hace explícita su naturaleza, consisten en metálico: se cuentan en pesos uruguayos – o dólares, o euros. De un modo u otro, los uruguayos en el exterior deberían pagar para votar. Podría ser escandaloso si se lo toma en serio; en realidad es risible, y por lo tanto recordemos, en ese espíritu, que entre 2005 y 2008, según un estudio del Fondo Multilateral de Inversiones (FOMIN) del BID, ingresaron a Uruguay 480 millones de dólares por concepto de remesas . ¿Bastarán como contrapartida?
Llegado a este punto no puedo pedir ya mucha más generosidad de lectura, y dejo por ende en el tintero otros temas como la obligatoriedad (o no) del voto (para residentes y/o no residentes), o el aporte de información sobre una porción seguramente no desdeñable de los uruguayos en el exterior que, como ventaja derivada, traería aparejada la conformación de un registro electoral. No quisiera sin embargo terminar estas líneas sin dedicar algunas de ellas al problema que percibo como fundamental y del que el voto extraterritorial es sólo una expresión que lo pone de manifiesto pero no lo agota. Me refiero a la relación, rugosa, contradictoria y complicada, que la sociedad uruguaya mantiene con su emigración y, en consecuencia, con sus emigrados. Hice ya alusión a ella tangencialmente. Añado ahora una síntesis más o menos organizada de impresiones recogidas a lo largo de unos cuantos años ya de experiencia en la extraterritorialidad.
CALLATE Y COMÉ
Visitar Uruguay para quien es uruguayo y vive fuera implica asumir y adoptar un conjunto de restricciones en lo que es aceptable que diga y/o haga. Existe en ese sentido una suerte de código no escrito de comportamiento, que conozco bien por volver sistemáticamente, casi diría con empecinamiento, hasta no poder sino reconocerme en la magnífica frase del Nocturno a mi barrio de Aníbal Troilo: “siempre estoy llegando”. Una de las cosas que un uruguayo tiene vedadas, si emigró, es la crítica. Nada del Uruguay ni de lo uruguayo puede ser objeto de ella sin que alrededor del imprudente que la formula cuaje cierta hostilidad, abierta o mal disimulada. Es como volver después de un tiempo a cenar a casa de los padres y osar decir que el churrasco está crudo. No se hace. A uno se le pide que tenga la amabilidad de guardarse para sí sus reservas y coma. “¿A qué viniste, a criticar?” Si es así, mejor que uno se quede donde está; “¿para qué venís, si estás tan bien allá y acá todo es una porquería?”, se dice, sin advertir que uno jamás ha sostenido tal cosa, y que si vuelve, cada tanto, cuando puede, es precisamente porque no piensa así. El entrecomillado encierra la versión más primitiva, aunque no ficticia, de una reacción que con frecuencia se expresa en términos más elaborados e incluso eufemísticos. Pero el significado está allí, inequívoco: la crítica del país donde ese uruguayo vive es lícita y se recibe eventualmente hasta con agrado; la del Uruguay no. Es ilegítima, desubicada, de mal gusto. Esa crítica sólo pueden realizarla los uruguayos, y en cierto modo, los que se han ido en parte han dejado de serlo, como los futbolistas de la selección uruguaya de fútbol a quienes en tiempos de Luis Cubilla se aludía como “los italianos”.
Un supuesto que es a la vez una fantasía sustenta, según creo, esta actitud: quienes viven en el exterior son privilegiados, han accedido a la prosperidad económica, tienen resueltos los problemas fundamentales de la existencia, se han despegado de un mundo gris y bloqueado. La conclusión rápida que se podría extraer, como me han dicho alguna vez otros uruguayos a quienes expuse esto mismo, es que se trata de mera envidia. No lo creo. Desde mi punto de vista, las cosas son más complejas. Hay en esto un problema simbólico, cultural, cuya raíz se halla en la propia fantasía sobre lo que implica la emigración. Por un lado, quienes presuntamente se encuentran en esa situación – de fantasía, insisto – y gozan de ella, la alcanzaron abandonando el barco. Emigrar tiene algo pues de desdoroso, y el pulso de una condena moral late bajo el rechazo de la crítica de lo que se dejó. Por otro lado, el silenciamiento de esa crítica contribuye a mantener a raya la tendencia de la fantasía a confirmarse a sí misma, proyectando delicias imaginadas del país extranjero en los huecos de la crítica. La fantasía de la emigración, que se alimenta insaciablemente de ese contraste que ella misma produce, es en definitiva como una llaga: cuando más duele es al ponérsele un dedo encima, sin advertir empero que ese dedo es el propio.
Así, para evitar que las distancias simbólicas se vuelvan mayores que las geográficas, es oportuno que el uruguayo que se fue cumpla con un protocolo implícito que conlleva, además de la abstinencia de la crítica, un conjunto de señales que en el fondo den a entender que si pudiera volver lo haría, que “el mejor lugar del mundo para vivir es el Uruguay” (frase tantísimas veces escuchada, no siempre con sonido a convicción, y en ocasiones también dicha, no siempre con sinceridad). Los estilos y las intensidades varían, pero la etiqueta es respetada, y los uruguayos que se fueron son, mayoritaria y ampliamente, cómplices de ese protocolo cuya ruptura nunca es indolora. Hacen (hacemos) leves actos de contrición, dejamos sospechar que en nuestro fuero íntimo dudamos del acierto de irnos pero que ese error ya no puede repararse, asentimos cuando se afirma que la emigración es una tragedia para el país aunque en realidad tal vez pensemos (yo lo pienso) que no lo es. Excepto, claro está, para un país que la vive como tal por no haber resuelto cómo gestionar la relación entre el adentro y el afuera y ha mantenido una idea rígida de esos dos espacios, como si sólo pudiera estarse en uno u otro de ellos. Es perfectamente posible, en cambio, estar adentro y afuera, en dosis variables. O mejor: es posible estar en otro espacio, el de las trayectorias entre el Uruguay y su afuera. Es posible, en suma, estar en movimiento.
Vuelvo en este sentido, ahora sí para cerrar, al voto extraterritorial. Si el aeropuerto de Carrasco es un Rubicón donde se agrupan comitivas dolientes para despedir por siempre jamás a quien ha decidido franquearlo, si ese acto es vivido, sentido y percibido como una dislocación, como un quiebre que separa familias y amigos cual si de la muerte se tratara, será difícil disolver las suspicacias, resistencias y resentimientos que provoca el voto extraterritorial, se apruebe o no. Por el contrario, una sociedad abierta entre otras cosas al movimiento, que desde adentro sea capaz de digerir el afuera sin rumiarlo interminablemente, podrá incorporar el voto extraterritorial de una manera más balsámica. Podrá, sobre todo, ir y venir con mayor ligereza desde y hacia un afuera que contiene al Uruguay, en un Uruguay que contenga a su afuera.
Rafael MANDRESSI