Por Jorge Coco Barreiro.-
Cerca de 600.000 uruguayos, el 15% de todos los que andan desparramados por la Banda Oriental y el mundo, no pueden ejercer sus derechos políticos. Son los que viven fuera del país, los que fueron expulsados por el desempleo o decidieron irse voluntariamente a descubrir mundo, da igual. Lo cierto es que Uruguay se encuentra entre la cada vez más exigua minoría de países cuya legislación no contempla el derecho a votar cuando no se vive en el territorio.
La derecha se resiste a modificar la ley con el argumento de que quienes no viven en el país no deben elegir a los gobernantes y a los legisladores porque ellos no padecerán luego las consecuencias del sufragio que emitan, es decir las políticas que aplicarán las autoridades elegidas con su voto.
Dan a entender así que los uruguayos que viven en el exterior son unos perfectos irresponsables, incapaces de sopesar las consecuencias de sus decisiones políticas. El argumento no deja de resultar insólito en los tiempos que corren.
En primer lugar, porque todos los que vivimos en este (o en cualquier otro) territorio sufrimos las decisiones que toman otros que no viven en estos parajes levemente ondulados. Poderes, instituciones, personas y empresas que a veces ni siquiera conocemos, que ignoramos en dónde viven si es que tienen residencia fija. Y que para colmo no han sido elegidas por sufragio popular y que, sin embargo, nadie, con excepción de los patriotas de mentalidad decimonónica, niega que influyan en nuestros destinos.
Suena algo cómica en los tiempos que corren la sugerencia de que lo que sucede en tal o cual país es estrictamente asunto de quienes viven en su territorio. Repárese apenas en las consecuencias de la actual crisis internacional, provocada por sujetos incapaces de ubicar a Montevideo en un mapa.
Dicho de otro modo: ya hay empresas, instituciones y personas que determinan (o si se prefiere, que influyen en) nuestras condiciones de existencia, que no viven en este país ni en ninguno en particular y que cuando “las papas queman”, cierran sus empresas, envían sus dineros a lugares seguros y dejan que las consecuencias de sus decisiones las padezcan los aborígenes.
Es totalmente pueril, pues, oponerse al voto de los uruguayos en el extranjero con el argumento de que no pueden influir sobre los destinos de la patria quienes no viven en ella. Entre otras cosas, porque eso ya ocurre. A través de mecanismos menos democráticos que el voto, por cierto, pero ya ocurre.
Si la derecha de este país fuera consecuente con su criterio de que nadie que no viva en el país debería influir sobre sus destinos, incurriría incluso en situaciones cómicas, pues debería exigirle a los accionistas de Botnia, de los grandes bancos extranjeros o a los miembros de la OPEP, por poner unos pocos ejemplos, que fijaran su residencia en Uruguay.
Lo que nos vienen a decir los partidarios del voto encadenado a la geografía es que como nada podemos hacer para evitar que esos factores sigan influyendo sobre el curso de nuestras vidas, evitemos que lo hagan unos centenares de miles de emigrantes uruguayos.
Tampoco es cierto que a los uruguayos de la diáspora les resulte indiferente lo que aquí ocurra. No es un capricho suponer que un buen número de ellos podría tomar la decisión de retornar al Uruguay si las condiciones así se lo permitieran. Y es posible que para muchos otros esas condiciones y esa decisión dependan del partido que esté en el gobierno y la política que lleve adelante.
Lo curioso es que los mismos que se apuntan en las filas de la resistencia a otorgar el derecho al voto a quienes viven en el exterior “para que no influyan sobre nuestras vidas”, no muestren el mismo rechazo a que esos emigrados envíen cada año más de 130 millones de dólares, algo menos del 1% del PBI, pero más del 3% de las exportaciones totales. A nuestros patriotas apegados al terruño no parece irritarles esta “influencia foránea" sobre las condiciones de vida de miles de uruguayos.
Las contradicciones en que incurren los partidarios de negar el voto consular son demasiado evidentes como para no sospechar que sus motivaciones no son exactamente las que alegan. Agreguemos de paso otra a las ya mencionadas: nuestros partidos conservadores suelen tomar a los sistemas políticos de las democracias occidentales como modelos a imitar. Sin embargo, en lo que concierne al voto desde el exterior, ese modelo es olímpicamente ignorado
Lo que en verdad está en discusión detrás de esta resistencia numantina a derogar la prohibición de votar desde el exterior son las condiciones del ejercicio de la ciudadanía en tiempos globales. Cuando los factores económicos, sociales y culturales que determinan nuestras vidas no están atados al territorio, sino que son fluidos y móviles, cabe preguntarse si acaso la política no debería ponerse a la altura de esas determinaciones para no resultar impotente.
Una modesta iniciativa para reducir esa chocante desigualdad que existe entre esas fuerzas (no democráticas) que fluyen libremente y la política, básicamente atada al territorio, sería encaminarnos hacia una ciudadanía también global. Pero no, nuestros atávicos conservadores nos proponen privilegiar los criterios sedentarios de siempre a la hora de ejercer nuestros derechos: el lugar de nacimiento o de residencia. O peor, el de sangre.
El asunto es que con raseros tan arcaicos para ejercer los derechos ciudadanos, millones de seres humanos terminan en un limbo político. No pueden ejercer esos derechos porque “se fueron” de su país (como es el caso de Uruguay), o bien porque viven en uno al que supuestamente “no pertenecen”. De modo que se los castiga por no residir en el país en el que nacieron o por residir en el que no nacieron.
Estas consideraciones son por completo ajenas a quienes se oponen a reformar la legislación electoral uruguaya para otorgar el derecho a votar a quienes se fueron del país. No se avienen siquiera a discutirlas.
En el fondo su patriótica resistencia obedece a cálculos mucho más mezquinos. Sospechan, sin fundamento, que los emigrados se inclinan masivamente por votar a los partidos de izquierda. Si hasta ahora ello ha sido mayormente así, se debe a que sólo se han tomado la molestia de viajar para depositar una papeleta en una urna quienes tienen una actitud más comprometida y militante con los asuntos políticos. El lugar común y la tradición (aunque no los datos firmes y fuera de cualquier duda) indican que esas personas votan en mayor proporción a la izquierda.
Sin embargo, otro gallo cantaría si ese derecho pudiera ser ejercido, no por los cerca de 50.000 que realizan el esfuerzo de tomarse un bus o un avión para venir a votar, sino por todos los uruguayos que están fuera del país sin tener que moverse de la ciudad en la que residen.
Los expertos en estas complejas cuestiones coinciden en que en ese caso, el voto se distribuiría casi de la misma forma en que se distribuye en las elecciones que se realizan en el hermético recinto de la patria.
Dado que el mezquino cálculo electorero no osa decir su nombre ni avenirse a la razonada exposición de argumentos, no parece desencaminado el propósito de legisladores oficialistas y de la Comisión Nacional por el Voto de las Uruguayas y Uruguayos en el Exterior de reformar la Constitución para que el derecho al sufragio se pueda ejercer desde el exterior.
*Jorge Barreiro (54) reside en Montevideo desde el retorno de la
democracia. Durante la dictadura estuvo exiliado en Buenos Aires y Barcelona. Es periodista en France Presse y colaborador de varias publicaciones. Anima un blog ciudadano independiente http://criticaresfacil.info/
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