01/05/2011
por Edmundo Gomez Mango [1]
Perdonar, olvidar : son actos humanos, morales, de indudable valor ético.
¿Quién no ha conocido como experiencia interior una situación en la que perdonó una ofensa, reconciliándose con quien le había ofendido y también consigo mismo? En las situaciones que acontecen en las relaciones humanas tal como se estructuran en nuestra civilización marcada por concepciones judeo-cristianas, pero también por el pensamiento laico, la persona agraviada perdona cuando el agraviante reconoce el agravio y solicita perdón por haberlo hecho. ¿Se puede perdonar diquien no ha pedido perdón? ¿Es lícito, humanamente legítimo, perdonar sin previamente juzgar?
Ante los crímenes cometidos – y que se siguen cometiendo de manera perpetua en el crimen impune – ¿es posible humanamente renunciar a juzgar? “¡El perdón! ¿Pero alguna vez nos han pedido perdón?” Esta pregunta sigue siendo vigente para todos los verdugos : Vladimir Jankélévitch [2] la formuló en su “inolvidable” trabajo llamado “Lo imprescriptible” pensando en los asesinos nazis y en los millones de víctimas del terror totalitario. Agregaba : “Es la zozobra, el desamparo del culpable que darán un sentido y una razón al perdón. Pero cuando el culpable es corpulento, bien alimentado, próspero y hasta enriquecido por el “milagro económico” el perdón se parece a una broma..El perdón ha muerto en los campos de la muerte”.
Mirar hacia atrás : ¿se puede, sin “retrovisor” histórico, andar hacia delante? Sería negar de manera simplista todo el trabajo de la historia que desde que la humanidad es humanidad caracteriza la civilización. Cuidamos de nuestro pasado, personal y colectivo. Conmemoramos los aniversarios de los vivos que amamos y también de los muertos que no olvidamos. Los pueblos recuerdan el pasado para construir y asegurar el presente y el porvenir. ¿Quién pretende sensatamente dar vuelta la hoja y seguir hacia delante sin reflexionar sobre lo que somos hoy, sin considerar lo que fuimos y padecimos y construimos ayer? ¿Puede sostenerse a nivel de lo nacional un simplismo absurdo que cualquiera rechazaría tratándose de su propia vida?
La “anamnesis”, la historia clínica, es el primer gesto del médico que pretende ayudar al enfermo, o proteger su salud futura. Hemos escuchado con esperanza el elogio al saber sinceramente proclamado por las autoridades nacionales, a los hombres y mujeres de cultura, a los que pueden aportar la experiencia de sus conocimientos para el progreso de la comunidad. ¿Existe algún intelectual digno de ese nombre – sociólogo, historiador, psicólogo, psicoanalista, filósofo, escritor de renombre- que considere que la investigación del pasado remoto y reciente es obsoleta, que nada aporta para la construcción del presente y del porvenir?
Perico caminaba por las calles de Montevideo, transcurría el año 1986, un año después de la caída de la dictadura ; había estado preso por su militancia en las organizaciones de derechos humanos, no había cometido ningún otro delito. Reconoce en una esquina de 18 de Julio al militar que lo había torturado salvajemente en repetidas ocasiones en el quinto piso de la jefatura de policía.
Se acerca a él. Le pregunta cómo se siente, cómo está su familia. El militar apresura el paso y no quiere o no puede estrechar la mano tendida. Meses después Perico encuentra a su verdugo por segunda vez. Lo interpela nuevamente, le recuerda y le reitera lo que le había dicho en prisión : que lo perdonaba. El torturador responde esta vez a la pregunta : “¿Cómo quiere que me vaya?, están investigando, todo está pronto para que me convoquen por la violación de los derechos humanos, según dicen.” No quiso agregar más nada. Perico, Luis Pérez Aguirre, sacerdote católico, cree que después de esos encuentros el militar verdugo estaba convencido de que su antigua víctima no tenía deseos de venganza, que cuando prometió perdonarlo estando aún en prisión, no se burlaba de su torturador, aún cuando éste lo escuchaba entre risas y sarcasmos.
Luis Pérez Aguirre es un ejemplo, que algunos considerarán heroico, del perdón cristiano. Para el creyente, había sostenido el sacerdote defensor de derechos humanos, no sólo es necesario combatir la tortura y resistirla : debe ir más lejos, y perdonar a su torturador. Sin embargo, Pérez Aguirre seguía considerando a su verdugo ( y el de muchos otros) como un “personaje siniestro”, que se paseaba por la ciudad disimulando ser un ciudadano honesto que nada tenía que reprocharse. Sostuvo hasta su muerte, tristemente acaecida en un accidente, en 2001, que la impunidad era inaceptable en el terreno político y social. Él diferenciaba su actitud moral de cristiano, íntima, religiosa y privada, y su exigencia ética de ciudadano que reclama la sanción de la justicia contra los crímenes de lesa humanidad.
Nadie, creo, tiene derecho a entrometerse en la conciencia moral de un ciudadano para cuestionar actitudes que lo conciernen en lo más intimo de su ser moral.
La respuesta cristiana del perdón no es, claro está, la única. Existe también, no desde hace mucho tiempo, una conciencia moral laica, una ética humanista que no necesita de religión ni de dioses ni de sacerdotes para estipular valores de convivencia que ayuden a los hombres a cohabitar en sociedad.
La expresión más evidente de esa concepción humanista y laica es la declaración y el reconocimiento de los Derechos humanos, que se inicia con la Revolución francesa y que conoce un hito culminante en los juicios de Nuremberg de los criminales nazis.
¿Cómo no mirar hacia atrás, cómo no dar vuelta la cara y tratar de contemplar el horror de los crímenes de masas del siglo pasado, de los totalitarismos nazis y comunistas, de tantas dictaduras militares que asolaron la humanidad, para intentar que no vuelvan a repetirse?
¿Cómo no recordar, por ejemplo, para no caer en el mismo error, la intolerable presión militar que se ejerció sobre los parlamentarios de la recién reconquistada democracia uruguaya en 1985 para que se votara la ley de caducidad, e impedir así que se presetraran ante los tribunales de la justicia los militares que ya habían sido convocados por las denuncias de sus víctimas?
El cristiano se identifica con Cristo que en la agonía de la crucifixión imploraba a Dios Padre, “perdónalos, que no saben lo que hacen”. Para muchos pensadores, el mandamiento sin condiciones del Evangelio : “ama a tu prójimo como a ti mismo”, y su consecuencia, “ama a tus enemigos”, no tiene ninguna fundamentación humanista racional. Son aserciones de índole religiosa, profundamente enraizadas en la fe en el Dios único.
El Dios es imaginado como un padre que debe ser amado a pesar de los sufrimientos cotidianos de sus hijos. Por amor a Él, los hermanos deben amarse entre si y perdonarse mutuamente.
Dejo de lado los terribles problemas que genera este “entre sí” : los fieles de cada monoteísmo se sienten “elegidos” por su Dios, el único verdadero, lo que implica combatir a los “infieles” de los otros monoteísmos (la guerra de las religiones lo atestigua).
Freud [3], entre otros herederos del “Siglo de las luces”, criticó severamente esos imperativos categóricos que niegan la realidad psíquica humana : el prójimo no sólo es objeto del amor, sino también del abuso, del odio, de la crueldad, de la explotación económica.
¿Qué sentido tiene amar al enemigo, al que abusa de nosotros, al que nos somete, al que nos usa, al que nos odia y nos tortura?
Este amor apenas esconde una significación más profunda : un instrumento moral que utiliza el dominante para someter al dominado. La ética laica no puede fundarse en el desconocimiento de la realidad humana, debe reconocer la existencia del odio y de la agresividad, para defender y preservar las posibilidades y la existencia misma del amor humano.
Si se ama lo inhumano, se corre el terrible riesgo de deshumanizar el amor y degradarlo. Amar lo digno de ser amado : es un principio de moral humanista que no necesita de ninguna creencia en el más allá o de la existencia de una figura de un Padre todopoderoso, siempre disponible para amar y perdonar sin equidad ni justicia.
Karl Marx [4]
sostenía que la relación con lo “monstruoso”, con lo inhumano, cosifica y aliena, vuelve al hombre extranjero a su propia humanidad. “No puedo relacionarme humanamente con la “cosa” más que si la “cosa” se relaciona humanamente con el hombre”.
La dimensión psicológica del perdón y del olvido evocan la inmensa problemática de la culpa. Los psicoanalistas, psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales que se ocuparon y se ocupan de las víctimas del terror de Estado, saben de las complejidades de estas vivencias.
Se conoce que muchas veces una culpa irracional invade a las víctimas : algunas de ellas se sienten culpables hasta de haber sobrevivido al tormento. Muchos sienten vergüenza de la terrible experiencia que les ha tocado vivir.
Les es muy difícil hablar de lo acontecido, aún en el ámbito protector de una psicoterapia. Son ganados muchas veces por la afasia, por la pérdida de la palabra. Atraviesan las “lenguas cerradas” (expresión de Juan Gelman) de la melancolía. Quisieran olvidar los acontecimientos terribles y no lo pueden. No hay tratamientos quirúrgicos ni exclusivamente medicamentosos para este tipo de sufrimiento psíquico : no es posible mutilar la memoria, extraer los recuerdos dolorosos o borrarlos para siempre.
Sólo se puede colaborar, acompañar en un trabajo de duelo doloroso, personal, que pasa por la rememoración del dolor vivido, por la elaboración psicológica de las pérdidas, de la capacidad de recuperar la potencialidad del amor humano que revalorice al ofendido y le permita revincularse creativamente con los otros.
Ningún imperativo “¡olvídate!”, ningún “¡da vuelta la hoja!” pueden auxiliar a los que padecieron en carne propia o en la de sus seres más queridos el escarnio de la tortura, de la desaparición de sus seres amados, del robo ignominioso de sus hijos o de sus nietos.
La relación entre el sufrimiento psíquico personal y el sufrimiento de los grupos humanos no es ni sencilla ni fácilmente comprensible. La memoria social y la memoria individual poseen funcionamientos singulares pero no totalmente heterogéneos.
La memoria social suele parecer más olvidadiza que la personal, más influenciable por múltiples factores (propaganda, medios de comunicación, ideologías del consumismo superfluo entre otros) .
Los pueblos que atravesaron la experiencia dolorosa del terror de Estado, también sufren colectivamente, también necesitan reponerse y ser cuidados para salir adelante.
Tampoco la memoria histórica debe ser mutilada o extirpada. Los grupos sociales y las comunidades humanas necesitan mirar hacia atrás para construir el presente. ¿Cómo podría ser de otra manera? Sólo las democracias permitieron el juego y la dinámica política necesaria para tratar con lo intratable del pasado.
El estalinismo lo impidió. El franquismo no lo aceptó y sólo en tiempos recientes la sociedad española no sólo “remueve cementerios”, sino también archivos, memorias, trazas humanas de lo acontecido porque sabe que sin construir historia, sin mirar atrás, no se puede avanzar.
Lo que está sucediendo en el país hermano, la Argentina, es aleccionador. La lucha memorable de las Madres de la Plaza de Mayo, y luego de las Abuelas y de todas las organizaciones sociales que se reunieron en torno a la defensa de los derechos humanos, impulsaron al gobierno de Néstor Kirchner primero y de Cristina Fernández de Kirchner actualmente, a sostener una actitud de dignidad frente a los militares y policías que hostigaron y combatieron como enemigos a sus propios hermanos. Uruguay debe aún a Juan Gelman, al poeta de los desaparecidos, y con él a todos los padres y madres de los desaparecidos, saldar una inmensa deuda: investigar a fondo la desaparición en tierra uruguaya de María Claudia, su nuera, argentina, madre de Macarena, su hija, nacida en Uruguay en cautiverio. El rapto, el traslado, el asesinato fue obra conjunta de represores argentinos y uruguayos.
Ninguno de los presidentes uruguayos que se sucedieron en los últimos mandatos, tuvo el coraje de abrir la puerta que sólo ellos podían abrir : decidir que el caso de María Claudia, ejemplo emblemático y doloroso de tantos mártires rioplatenses, fuera examinado jurídicamente hasta sus últimas consecuencias.
Parece que los acontecimientos se encaminan a la abolición de la ley de caducidad. Persisten siniestras dudas. Se cuenta con la promesa del no veto presidencial. ¿No se producirán eventos que cambien el panorama, que impongan otras posibles pseudo soluciones, para que la impunidad se mantenga?
Las dificultades serias, las renuncias senatoriales, las declaraciones de las más altas autoridades del poder ejecutivo ponen de manifiesto que dentro del Frente Amplio fuerzas muy importantes no adhirieron con la voluntad política necesaria a las consignas del voto contra la impunidad que fracasó por poco en el último plebiscito electoral [5].
El pueblo rioplatense encontró los caminos que lo ayudaron a reconstruirse. El pueblo uruguayo eligió y construyó el programa político que le daba la oportunidad de rehacer su tejido social, atacado por la dictadura militar al servicio del neoliberalismo económico que condujo la región a una crisis sin precedentes.
Cuando se convoca la unidad nacional, debe pensarse en mantener la unidad de los millares de ofendidos y humillados por el terror de Estado. Unir a los ofendidos : fueron millares, no sólo las víctimas del combate de la guerrilla, sino de toda la sociedad organizada democráticamente en sus instituciones que se vio alevosamente agredida y humillada por una minoría cívico militar que instauró el terror de Estado.
Rememorar las heridas del pasado es una necesidad de todos los que las sufrieron y sufren todavía. Parecería que se ha comenzado a olvidar el traumatismo social inmenso que provocó la institucionalización del terror de Estado y que aclaró aún más la reciente investigación histórica realizada por la Universidad, coordinada por el profesor Álvaro Rico, que precisó hechos escalofriantes : 5.925 presos, 116 asesinados políticos, 67 bebés presos con sus madres, 50 centros oficiales de detención de presos políticos y 9 clandestinos.
Personals ades ejemplares de la cultura desaparecidas, como Julio Castro. Escritores nacionales representativos de la cultura uruguaya y de América latina como Juan Carlos Onetti, presos y vejados. Cada uno de estos nombres convocan a cientos de otros nombres. La ilegalización de los sindicatos, de la Central de trabajadores, de la Federación de estudiantes universitarios, la persecución de sus dirigentes, el encarcelamiento de millares de ciudadanos en los penales de Libertad, de Punta Rieles, en el Cilindro Municipal, en el Frigorífico del Cerro ; los interventores militares que invadieron vergonzosamente todo el ámbito nacional, los Entes Autónomos, la Universidad y las Facultades, la imposición de la denigrante declaración de fe democrática, los sumarios y las destituciones masivas en todos los niveles de la enseñanza, la clausura de diarios y radios, la censura de toda la prensa y de todas las actividades culturales y asociativas, la intervención militar y policial de todas las asociaciones científicas del Uruguay, el éxodo masivo de trabajadores, científicos, artistas ( un grupo teatral entero como el Galpón abandonó el país), los asesinatos de reconocidos políticos uruguayos como Zelmar Michelini y Gutiérrez Ruiz en el exterior del país. Y cuántas vejaciones más…. Cabe preguntarse : ¿las autoridades nacionales, la jerarquía eclesiástica, han solicitado a las Fuerzas Armadas que en aras de la reunificación nacional reconozcan las faltas y oprobios cometidos y pidan perdón a la inmensa mayoría de la población que los padeció?
El perdón cara a cara, de alma a alma, puede ser un acto noble y digno, que no reduce al criminal a su crimen, que reconoce en él una parte de humanidad que aún puede ser capaz de rehabilitarse.
Pero el primer paso que ha dado la civilización para salir del ciclo infernal del talión, del ojo por ojo y diente por diente, es la justicia y el establecimiento de la ley. La mayoría vejada y ofendida no pide venganza, sino su contrario : justicia. ¿No será el de la justiçia el único camino a recorrer para consolidar la democracia y la unidad nacional?
El perdón político fácil me parece estar muy cerca de la culpa. Se perdona a veces al otro para otorgarse perdón a sí mismo, para olvidar y crear la ilusión de que aquí no ha pasado nada.
¿Quién puede atribuirse políticamente el derecho de perdonar en nombre de todos los agraviados?. Mandela en el contexto trágico del apartheid, reconcilió dos comunidades, negra y blanca ; unificó primero a sus hermanos negros, y luego integró a los blancos. No puede compararse a la situación política de la conquista de la democracia después de las dictaduras latinoamericanas.
Es una forma peligrosa de la política del olvido esta extraña inversión de valores que escandalosamente pretende imponerse en el Uruguay de hoy : la mayoría de la ciudadanía que sufrió el oprobio del terror de Estado, ¿debe otorgar perdón a quienes nunca lo pidieron, a los que nunca se arrepintieron de las atrocidades cometidas?
La inmensa mayoría de los ofendidos y humillados por un grupo cívico militar minoritario, al servicio de estrategias internacionales impuestas por el imperialismo político y económico dirigido por el neoliberalismo de Estados Unidos y sus testaferros provinciales, ¿debe sentirse culpable de pedir justicia, de abolir la amnistía, de reclamar que los torturadores y los asesinos se presenten ante los tribunales de la República para ser juzgados? La justicia es la única forma civilizada de tratar lo intratable de los crímenes cometidos por el terror de Estado.
Si la iniciativa del Frente amplio de eliminar a través del parlamento la ley de caducidad punitiva del Estado fracasara, o se postergara indefinidamente, triunfaría el revanchismo de los grupos políticos y militares responsables del terror de Estado. Un abominable y segundo triunfo de los enemigos de los desaparecidos, de los muertos venerados por su pueblo, una nueva victoria de los militares impunes contra la memoria histórica de la nación, una catastrófica victoria del olvido contra el dolor y el combate de las luchas todavía tan recientes del pueblo uruguayo.
Luis Pérez Aguirre citaba en un trabajo en el que defendía la necesidad de terminar con la impunidad, esta frase de Artigas, dirigida al Cabildo de Montevideo el 18 de noviembre de 1815, que tiene el mérito de evocar las consecuencias éticas nefastas del olvido en la vida de un pueblo : «No conseguiremos jamás el progreso de nuestra felicidad si la maldad se perpetúa al abrigo de la inocencia. Llegado es el tiempo en que triunfe la virtud y que los perversos no se confundan con los buenos».
LA TERRIBLE ALARMA de Edmundo Gomez Mango.